La montaña como refugio.
Hace un tiempo que las palabras se quedan atascadas. No consigo terminar una carta, tan solo párrafos y ni eso. Quizás por el momento complejo que vivo lleno de incertidumbre y, de alguna manera, cierta parte de mi huye de las certezas que encuentro al teclear lo que pienso y siento. Que contradicción, ¿verdad? Busco respuestas y abandono una de las herramientas que me devuelven a mi camino. Sí, me he perdido. Pero esta vez me he sentido arropada y amada. Y poco a poco vuelvo a mí. Hace varias semanas mi hermano Carlos nos regaló un reto, que llegó en el momento preciso. No tenía ante mi una cima, sino varias, pero como casi siempre la más compleja se encuentra en las entrañas. Sola no hubiera podido, pero les tenía a ellos.
Como les decía, no brotan las palabras, pero mi hermano Carlos necesitaba escribir (la ternura me invadió al ver que compartíamos esta forma de ser) y aquí les dejo su carta. También, las fotos son suyas. Gracias por dejarme compartir hermanito.
"A finales de 2020, cuando empezábamos a salir de aquel largo confinamiento por culpa de la pandemia del COVID-19, sentí la necesidad urgente de buscar espacios abiertos, lejos del bullicio, lejos de la gente. No era por miedo al contagio —realmente nunca lo tuve—, sino por algo más profundo: el deseo de volver a sentirme libre. Intuí que la naturaleza podría darme eso que tanto echaba en falta. Fue entonces cuando decidí probar el trail running, una disciplina del running que, hasta ese momento, nunca me había llamado especialmente la atención.
Desde el primer día supe que había dado con lo que andaba buscando. La montaña me atrapó. Planificar la ruta, preparar el material, llegar al punto de partida, correr, detenerme para admirar el paisaje o capturar una imagen, y seguir adelante hasta alcanzar esa cumbre que me había propuesto… Todo ello combinaba mis pasiones de una forma natural y plena.
En un principio, me lo tomé como una actividad recreativa, una vía de desconexión sin más pretensión que de disfrutar. De hecho, creo que esa ausencia de presión fue lo que más me atrajo. Aun así, en 2022 terminé participando en la Ultra de Sierra Nevada (67 km y unos 3.800 metros de desnivel positivo), más por las ganas de descubrir nuevas montañas que por competir en sí. Aunque fue una experiencia increíble, con el tiempo he comprendido que disfruto mucho más de la montaña cuando el ritmo es pausado. Me gusta el reto, sí, pero también me gusta detenerme, observar, sentir el lugar.
A raíz de ese amor creciente por la montaña, empecé a planificar rutas en Strava, inspirándome también en recomendaciones de Wikiloc. Una de esas rutas fue la gran travesía por nuestras montañas axárquicas: la Sierra de Tejeda, Almijara y Alhama. Una ruta de 63 km con cerca de 3.800 metros de desnivel positivo, que parte de las Cuevas de Nerja y termina en Alcaucín. La diseñé en diciembre de 2020 y ahí quedó, guardada en mi perfil, como un reto pendiente.
No recuerdo exactamente cuándo fue, pero en la segunda mitad de 2024 le dije a Ainara, mi mujer, que quería hacer esa travesía, en solitario. Apenas lo mencioné y ella se apuntó sin pensárselo dos veces. Ya éramos dos. Poco después lo comentó en el trabajo, en MITLAB, y Gustavo —que se apunta a todo— se convirtió en el tercer miembro del equipo. Ainara estaba entrenando para su primer trail de 25 km en Sierra Nevada, así que tenía plena confianza en que estaría preparada. Y Gustavo… bueno, Gustavo es como MacGyver, siempre encuentra la forma de salir adelante.
A la aventura también se sumaron mis hermanos, María y José. Ocurrió en un viaje relámpago a Lanzarote, donde me sorprendieron con una de las exposiciones fotográficas más bonitas que he visto: un homenaje al viaje en bicicleta de nuestro padre por el mundo. A eso le añadieron su propia exposición, fruto de su viaje por Sudamérica como mochileros. Rodeados de tantas historias de aventura y descubrimiento, cruzar la Sierra de Tejeda y Almijara se convirtió en la excusa perfecta para escribir juntos una nueva página.
Con el equipo ya formado, solo faltaba completar el material. Ainara y yo necesitábamos tienda de campaña, sacos de dormir, esterillas, camping gas… Así que, como no podía ser de otra manera, nos fuimos a Decathlon, el paraíso de los aventureros. Una vez equipados, solo quedaba esperar a la Semana Santa de 2025 para lanzarnos a vivir la montaña como nunca antes.
Antes de hablar de la experiencia en sí, me gustaría detenerme un momento en lo que sentí los días previos a la travesía. Es una sensación que ya conocía, la misma que me acompañó durante la preparación de la Ultra de Sierra Nevada, sobre todo en los entrenamientos nocturnos. No sé si es miedo, o más bien respeto hacia la incertidumbre que supone adentrarte en lo desconocido, especialmente en la oscuridad de la noche. Para esta travesía conocía algunos tramos del recorrido, pero otros eran completamente nuevos para mí. Nunca antes había hecho noche en la montaña, ni había tenido que aprovisionarme de agua para luego potabilizarla. Tampoco había experimentado la sensación de caminar en plena naturaleza de forma autosuficiente. Además, sentía el peso de la responsabilidad sobre mis hombros: yo era el "jefe de expedición". Y aunque no temo a la montaña, sí le tengo un profundo respeto. Y sé, además, que me gusta tener todo bajo control… algo que, en la montaña, puede cambiar en cuestión de segundos. Así que, inevitablemente, los nervios se apoderaron de mí en los días anteriores a la salida.
Llegó el Viernes Santo. A las 8:15 de la mañana estábamos todos en las Cuevas de Nerja, preparados para comenzar nuestra aventura. Primero, una foto de grupo, y después, en marcha. La primera hora y media fue relativamente sencilla: recorrimos unos 6 km y ganamos 600 metros de desnivel por una pista de tierra ancha, apta para coches. Ya desde allí, en algunos claros, podíamos divisar a lo lejos La Maroma, la cumbre principal de nuestra travesía. Parecía casi imposible pensar que, caminando, cruzando montañas, y en apenas dos días, podríamos llegar hasta ese punto tan lejano. José, que aún no era del todo consciente de la magnitud del reto, empezaba a intuir que no sería un paseo fácil precisamente.
Al finalizar la pista, comenzó un sendero más estrecho pero cómodo, mayormente de tierra, con algunas zonas pedregosas. Poco a poco, mientras ascendíamos, la vegetación fue desapareciendo, dejándonos expuestos a la grandiosidad del paisaje. Al llegar al kilómetro 8 hicimos una breve parada para comer un snack y beber algo de agua antes de afrontar la subida final hacia nuestra primera cumbre.
El Pico del Cielo —una de las cumbres más emblemáticas de la Sierra (aproximadamente 1.500 metros sobre el nivel del mar y unos 10 km desde el punto de salida)— nos esperaba. Tardamos unas tres horas y media en coronarlo, momento que aprovechamos para reponer fuerzas. María empezó a notar molestias intestinales, lo que me obligó a pensar en posibles cambios de ruta si fuese necesario. Sin embargo, el ánimo del grupo seguía alto, y las ganas de continuar nos impulsaban hacia adelante. Alcanzar el Pico del Cielo fue un momento mágico. Desde allí, las vistas de la Costa del Sol son sencillamente espectaculares. Además, sabíamos que acabábamos de superar uno de los grandes desafíos de desnivel de la travesía: unos 1.400 metros positivos. Todo lo que venía después sería diferente... pero igual de inolvidable.
A partir de ahora, nos esperaba la segunda cumbre más alta de la Sierra de Tejeda y Almijara: el Navachica (1.827 metros). Desde el Pico del Cielo suponía un paso de casi 7 kilómetros, atravesando zonas donde el sendero, literalmente, desaparecía entre la vegetación. Para alguien como yo, que necesita tener siempre el control de la situación, aquello empezó a sembrar dudas. ¿Lograríamos llegar al siguiente punto sin perder demasiado tiempo? Tocó entonces confiar en el GPS del Garmin, cuya precisión es increíble, y en los mojones de piedras apiladas que, como migas de pan, nos iban guiando. El ritmo, inevitablemente, cayó: el terreno no ayudaba y los problemas intestinales de María comenzaban a hacer mella. El cambio de itinerario empezaba a dibujarse con fuerza en mi cabeza.
Hablando de María, ella tenía un motivo muy especial para querer completar esta ruta de principio a fin. No entraré en detalles, pero sé que atravesaba una fase complicada de su vida, y sentía que esta travesía podía ser su símbolo de superación. Algo parecido a su viaje por Sudamérica, que también nació, en parte, como homenaje y búsqueda tras la muerte de nuestro padre hacía casi diez años. Nuestro padre fue siempre un referente para nosotros: aventurero, emprendedor, y un luchador nato ante las dificultades de la vida.
Aunque María no se encontraba bien —ni física ni emocionalmente—, me sorprendió la actitud de José. Me pidió que no cambiáramos el itinerario, que siguiéramos adelante con lo planificado. Me dijo que era importante permitir que María luchara su propia batalla, superando las dificultades a su manera.
Es curioso decirlo así, pero siempre he sentido que conozco poco a José. Nos separan nueve años, y además nos criamos en casas distintas. Luego me marché a estudiar fuera, y nuestras coincidencias se limitaron a las vacaciones. De adulto, siempre lo he visto como una persona discreta, reservada en sus emociones. Pero en este viaje, ese concepto empezó a cambiar. No es que estuviera constantemente pendiente de María, sino que ella, de forma natural, se apoyaba en él como si fuese un pilar del que apoyarse. Estoy convencido de que el viaje a Sudamérica fortaleció su vínculo. Me encantó ver cómo José sabía estar, cómo actuaba con serenidad y cariño. Estamos conectando más que nunca. Se está convirtiendo en un gran hombre.
Siguiendo con el relato, continuamos acercándonos al Navachica. El terreno se volvió aún más incómodo: un pedregal interminable que nos obligaba a caminar con atención constante. El ritmo cayó en picado: los 7 kilómetros que separaban las dos cumbres nos llevaron casi dos horas y media de esfuerzo, con tan solo un desnivel positivo de unos 350 metros.
Una vez coronamos el Navachica, buscamos refugio del viento para descansar. Desde allí, las vistas a Sierra Nevada eran una recompensa en sí mismas. Comimos algo, recuperamos fuerzas, y descansamos durante unos 45 minutos. A esas alturas, llevábamos ya 7 horas desde que habíamos salido de las Cuevas de Nerja. Lo cierto es que empezaba a preocuparme: habíamos recorrido apenas 17 kilómetros en todo ese tiempo, y aún nos quedaban 12 kilómetros más para completar la jornada. El reloj y el cansancio empezaban a pesar en la mochila.
La bajada por la cara norte del Navachica fue sencillamente preciosa. Las vistas de nuestra Sierra, y en especial de la cresta de La Cadena, me recordaron lo afortunados que somos quienes vivimos en la Axarquía, de tener esta belleza a un paso de casa. Eso sí, el descenso no fue fácil. Igual que en la subida, aquí tampoco había un sendero claramente marcado. Tuvimos que abrirnos paso entre piedras y vegetación.
Fue en esta bajada donde encontramos nuestra primera fuente, la Fuente de la Ventosilla, y aprovechamos la oportunidad para reponer agua. No sabíamos si más adelante encontraríamos otra. Por suerte, a medida que avanzábamos, vimos brotar más agua directamente de la montaña, aunque también nos enfrentamos a un tramo de vegetación cerrada y espinosa, con pinchos tan finos y afilados como agujas. Sin duda, fue el tramo más incómodo de toda la jornada, hasta llegar a las Casetas de Monticana, una especie de refugio de montaña.
Hasta ese momento, lo reconozco, mi cabeza no iba motivada. Las horas caminadas, el cansancio acumulado, y los kilómetros que aún quedaban por delante empezaban a pesarme más de la cuenta.
Pero entonces, llegó uno de los mejores momentos de toda la aventura.
Nos encontramos con un pequeño río: el Barranco Sin Salida. Allí, en medio de la montaña, descubrimos unas pozas de agua cristalina. José no se lo pensó dos veces: se quitó la ropa y se lanzó al agua. Yo fui detrás. No fue solo el baño en sí, ni el alivio de las piernas doloridas gracias al agua fresca. Fue la sensación de libertad absoluta: estar en mitad de la naturaleza, sin ataduras, disfrutando como niños, sin más preocupaciones que el momento presente. Estar completamente desnudo en el monte, riendo y chapoteando, fue el instante en que sentí que, por fin, había desconectado del mundo cotidiano. Y también, que la conexión entre nosotros como grupo era ya total.
Con el ánimo renovado, solo nos quedaban 8 kilómetros hasta nuestro punto de acampada.
Tomamos una pista de tierra que atraviesa las casas de Monticana, y seguimos rumbo al oeste, en dirección a la parte baja del Raspón de los Moriscos, donde pasaríamos la noche. El sol comenzaba a caer frente a nosotros, tiñendo el cielo de tonos cálidos por detrás del imponente Lucero, cuya silueta desde su cara oeste es, probablemente, una de las imágenes más bellas de toda la Sierra.
Tras 11 horas de caminata, llegamos al fin a nuestro destino: el Arroyo de la Venta, a unos 1.000 metros de altitud. Era el lugar perfecto para acampar, junto al rumor tranquilo del agua.
Era la primera vez que iba a acampar en el monte. Tenía muchísimas ganas de que llegara este momento, quizá por todo lo que me contaba mi padre sobre su viaje por el mundo en bicicleta. Para mí, era un sueño que venía acariciando desde niño. Instalamos las tiendas sin perder mucho tiempo y enseguida nos pusimos a preparar la cena: una sorprendentemente sabrosa pasta boloñesa liofilizada que solo necesitaba agua caliente para estar lista. No sé si fue el hambre, el cansancio, o ambas cosas, pero aquella cena, acompañada de queso y fuet, nos supo a gloria.
Nada más terminar, nos fuimos directos a dormir. Estábamos literalmente reventados, pero felices. Habíamos superado con éxito todas las incertidumbres que habían rondado mi cabeza durante este primer día.
No he hablado demasiado de Gustavo, quizá porque no forma parte de la familia y lo conozco algo menos en lo personal. Llegó a MITLAB Health & Training hace algo más de cinco años, decidido a transformar su vida a través del ejercicio físico. Desde entonces, su evolución ha sido un ejemplo de fidelidad y gratitud. A veces, incluso pienso que su agradecimiento hacia nosotros es excesivo, pero habla mucho de su forma de ser. Hoy, el deporte y un estilo de vida saludable son parte esencial de su vida. Durante la travesía, Gustavo fue una roca: pasó frío por la noche, durmió mal, cargaba con una tienda que pesaba más del doble que la nuestra, sufrió dolores de rodilla... y jamás lo escuchamos quejarse. Un hombre resistente donde los haya.
A las seis de la mañana, me desperté con el sonido constante del río justo detrás de nuestra tienda. Ainara aprovechó para salir a hacer un pipí bajo la oscuridad, y poco a poco el resto del grupo fue desperezándose. Preparamos café para calentar el cuerpo, y nos reunimos todos alrededor del camping gas para desayunar y planificar el día. Tocaba afrontar 34 kilómetros más y unos 1.600 metros de desnivel positivo. La jornada prometía ser dura.
Tras recoger todo nuestro material, comenzamos con una primera subida que nos llevó hasta la Cantera del Macho, una cantera de mármol abandonada. Para llegar allí, pasamos junto a la cara norte del Lucero, que con los colores del amanecer —eso que llaman la golden hour— nos regaló uno de los momentos más bellos del viaje. Este primer tramo fueron 6 kilómetros con 370 metros de desnivel positivo.
Sin embargo, a partir de ahí, el tiempo empezó a torcerse. Una nube densa nos envolvió y empezó una llovizna ligera, justo cuando subíamos hacia los Tajos de la Mina. El viento y la amenaza de lluvia fuerte hacían que la situación fuera incómoda y algo preocupante.
Fue entonces cuando José entró en crisis. Dijo que se desviaría hacia el pueblo más cercano y que dejaría el trekking para siempre. Quien había sido un apoyo constante para María, ahora necesitaba el apoyo del grupo. Y lo entendía perfectamente. El cansancio era ya un compañero más, las previsiones meteorológicas para La Maroma no eran las mejores, y aún quedaba mucho por recorrer.
Seguimos adelante. Nos adentramos en bosques de pinos, donde encontramos caballos pastando en libertad, y alguna que otra vaca haciendo lo mismo. El camino hasta las Llanadas de Sedella fue relativamente cómodo, dándonos un pequeño respiro.
Antes de terminar este tramo, alrededor del kilómetro 14, paramos a comer. Un buen plato de pasta con atún y un café caliente que, en ese momento, supo a gloria. Desde allí, mientras descansábamos, pudimos observar todo el recorrido que habíamos dejado atrás. A veces uno no es realmente consciente de lo que ha logrado hasta que se detiene a mirar hacia atrás. Toda una hilera de montañas escarpadas nos recordaba el esfuerzo realizado y nos hacía sentir fuertes, con el ánimo renovado para culminar la travesía.
Me sorprendió, y me emocionó, ver la actitud de Ainara ante las dificultades de una travesía tan exigente como esta. Se mantuvo fuerte, motivada en todo momento, y mostró una confianza absoluta en mí como jefe de expedición. Estoy convencido de que la maternidad, su espíritu emprendedor, y la fuerza con la que lleva adelante nuestra familia cada día han forjado en ella a una mujer imparable. Nuestra relación se hace cada vez más sólida, y esta aventura no hizo más que confirmar que somos un gran equipo. Tanto en el monte como en la vida, sé que quiero seguir compartiendo cada proyecto, cada sueño y cada desafío con ella. No me imagino un futuro en el que ella no esté a mi lado.
Superado el descanso, nos tocaba afrontar la última gran ascensión: la subida a La Maroma (2.069 metros), madre de todas las montañas de esta sierra. Abordamos su cara este, una subida dura, donde la vegetación es escasa y el paisaje está dominado por la piedra pelada. Eran los últimos 450 metros de desnivel positivo para coronar.
La actitud del grupo cambió. El silencio se hizo más presente, y cada uno se concentró en su propio ritmo. El viento soplaba con fuerza, la sensación térmica era baja, y todos nos abrigamos bien antes de enfrentarnos a los últimos metros.
Ainara y yo tocamos cumbre casi siete horas después de haber salido del punto de acampada. Nos refugiamos detrás de un muro de piedra para protegernos del viento, mientras esperábamos al resto.
Aunque la travesía no terminaba ahí, sentí que habíamos vencido la parte más dura del reto, y eso quise transmitir al resto del grupo cuando nos reunimos en la cima.
María llegó emocionada. Había vencido no solo a la montaña, sino a sus propios problemas. No pude hacer otra cosa que salir a abrazarla, hacerle sentir que, pase lo que pase, siempre tendrá a sus hermanos a su lado.
Disfrutamos unos instantes más, contemplando el recorrido que quedaba atrás. Solo nos restaba descender los últimos 13 kilómetros hasta Alcaucín, y así lo hicimos, saboreando cada paso, con el corazón lleno.
No tengo mucho más que contar. O mejor dicho, no quiero terminar resaltando únicamente la satisfacción de haber completado un reto así. Porque lo verdaderamente importante no fue llegar al final: fue todo lo vivido a lo largo del camino.
Quizá nunca llegue a publicar esta historia; quizá solo quede como un tesoro guardado para el futuro. Pero necesitaba escribirla, necesitaba dejar constancia de esta experiencia para cuando quiera volver a ella y recordar lo que sentí.
Puede que esta travesía no sea comparable a las grandes gestas que uno ve en redes sociales. Puede que para algunos no sea gran cosa. Pero para mí fue gigante. Salir de la zona de confort, vivir esta aventura con las personas que más quiero (a falta de mis hijos, que son lo más importante en mi vida), y sentirme más cerca de mi padre —ese hombre que, con mi edad, se lanzó al mundo en busca de sus sueños— ha sido, sin duda, una de las experiencias más especiales de mi vida.”
La montaña, una vez más, me enseñó el camino. Me recordó que nunca es fácil, pero que merece la pena. Siento que no hay palabras para hacer tangible el amor que siento hacía mis hermanos y Ainara, que es una mujer a la que admiro y respeto profundamente. La montaña fue refugio, pero mi familia son mi fortaleza.